Pues afortunada y oficialmente ya se han acabado las
navidades. Como son unas fechas señaladas pues había tenido la idea de escribir
una entrada en este blog sobre mis recuerdos navideños pero la verdad es que ya
son muchos años y tengo la sensación de que si empiezo a contar cosas de las
navidades no acabaría antes del verano porque tengo la sensación de que me han
pasado muchas cosas importantes en Navidad.
Bueno, realmente supongo que no es que pasen más cosas en
navidad que en otras épocas del año, creo que tan solo es más fácil identificar
y agrupar lo que sucede en un periodo tan específico como una gran cantidad de
cosas y que lo que pasa en momentos normales
del año pues queda desagrupado. Es como lo de los taxis: si bien a casi todos
nos parece que los taxistas son malos conductores, simplemente porque
recordamos los incidentes con los taxis, a nadie se le ocurre pensar que la gente que
lleva coches amarillos es peor conductor que el resto de los conductores si
bien es obvio que cualquier persona que conduzca un coche amarillo es una mala
persona. Bueno, salvo que el coche en cuestión sea un cuatro latas y el conductor sea mi tío Ricardo, en cuyo caso
obviamente estamos hablando de una gran persona, y desde hace poco de un gran
abuelo.
Es verdad que hay cosas muy específicas de las navidades que
sería difícil que sucedieran en cualquier otra época del año como por ejemplo
que tu familia te pierda en la puerta del sol, a la salida de un Corte Ingles,
o como el momento exacto en que descubres que tus padres son los Reyes Magos,
pero otras muchas como, digamos, el primer beso a Lourdes podrían haber sucedido
en cualquier otra época del año (o posiblemente no).
En cualquier caso, pese a que el que probablemente sea el
mejor momento de mi vida (ese primer beso a Lourdes) fuera en Navidad y en
cierta medida por la Navidad, son unas fiestas que a mí no me gustan, demasiado
largas y con demasiadas obligaciones familiares, además ese mejor momento acabo
llevándome, de forma casi ineludible, a uno de los peores momentos de mi vida,
si bien no fue un momento si no algo que perdura. Pero divago, si eso, ya
hablamos de las navidades otro día.
No, hoy y aprovechando que Bowie ha muerto (hoy, o ayer, o
tal vez antes de ayer para cuando acabe de escribir esto y posiblemente para
cuando alguno leáis esto ya habrá muerto el tercero de la serie – el primero de
esta serie ha sido Lemmy de Motorhead, y las apuestas para el tercer puesto ya
están abiertas. Aunque excluida de la porra general, por no ser música ni
famosa, yo cubro – 1 a 1000 – a que mi abuela sea el tercero de la serie; por
aquello de que aun perdiendo la apuesta algunos salimos ganando) me he decidido
a escribir sobre esta muerta.
La razón principal para escribir sobre Bowie es que quiero
intentar vencer mi vagancia de escribir a la vez que intento cumplir mi
propósito de año nuevo (o del año pasado) de escribir más a menudo ya que Bowie
no está entre mis autores-cantantes-artistas favoritos por lo que al tener
pocos recuerdos especiales que compartir sobre él pues igual me sale una
entrada corta y consigo cumplir el propósito.
Nunca le he visto en directo, algo de lo que en su momento
solo tuvo la culpa él ya que, si no me equivoco, fue él el que en los ochenta y
preparando una gira europea(creo que la de Let’s Dance) dijo “Yo no toco en África” refiriéndose a la
posibilidad de incluir Madrid en la gira y por lo tanto de que yo fuera a un
concierto suyo. No me mal interpretéis, no es que yo no fuera a verle por un
tema patriótico de que comparara España con África (algo que, dicho sea de
paso, no me parecía tan fuera de lugar en ese momento) o por cualquier otra cosa.
No, es tan solo que si la Mahoma no viene a la montaña pues, a veces, la
montaña no va a ver a Mahoma (sin que ninguno seamos ni Mahoma ni la montaña).
Puede que luego se comprara un Atlas mundial ilustrado y
ubicara mejor España y puede que también cambiara de opinión sobre tocar en
África porque estoy casi seguro de que ha tocado en España y, casi seguro, que
en África, aunque seguramente después de que yo dejara de ir a conciertos.
Si hubiera venido, cuando yo todavía iba a conciertos que
era cuando hacia canciones con Giorgio Moroder (China Girl será una canción hortera, que seguro que nadie
reivindica hoy, pero que os voy a decir que no supongáis ya por mí ochenterismo hortera) o incluso cuando
no compuso, ni canto, la canción de “Feliz Navidad Mr. Lawrence” (que si bien
es de Sakamoto & Sylvian podría ser
suya e igual la habría bordado; o no, que Sylvian es mucho Sylvian) , seguro
que le hubiera visto y posiblemente nunca escribiría esta entrada ya que igual
me salía más larga que la original sobre las navidades ya que, sin duda, habría
mucho que contar hablamos del hombre espectáculo.
En cualquier caso, pese a no ser de mis favoritos, resulta
necesario reconocerle el mérito que tiene en cuanto a la reinvención (casi
continua) de sí mismo, de sus personajes, ya que es innegable que es uno de los
autores que más han cambiado de estilo, prácticamente hay un David Bowie para
(casi) cualquier persona (bueno, salvo deshonrosas
excepciones y casos limítrofes del género
humano) aunque siempre con un toque elegante
(o directamente hortera).
Lo que sí que tengo es una colección algo dañada – los listillos de El Corte Ingles les habían cortado una esquina para marcarlos como
artículos de rebajas finales – de sus primeros discos, que me compre en formato
pack cuando estaban a punto de descatalogarlos gracias a la torpeza matemática
de Thomas Gemperle, a mi destreza como
profesor particular y a mi extraña concepción del dinero y los favores a
amigos. Os cuento…
Todo el mundo que me conoce intuye que yo no tengo paciencia
para ser profesor, algo que contrasta con mi creencia de ser un buen profesor y
de tener una paciencia casi-infinita con la estupidez innata de los alumnos. No
tengo ni idea de porque la gente intuye (falsamente) esto pero ya sabéis lo
rara que es la gente, incluso hay quienes piensan que yo soy expresivo
facialmente cuanto obviamente soy un tipo hierático. Incluso más extendido está
el mito de que tengo menos paciencia/capacidad para ser profesor particular
pero la experiencia niega esas creencias (no la de ser profesor para todo un
curso, que podría estar avalada por mis cursos en la EOI donde, frecuentemente,
acababa suspendiendo a toda la clase ya que eran incapaces de comprender nada).
Esta creencia no es nueva, remontándose a mis años de
instituto (entonces llamado BUP) donde pese a la evidente necesidad que algunos
de mis amigos y conocidos tenían de un buen profesor particular ninguno me lo
propuso hasta que Susana Casenave me
dijo que si podíamos quedar un día para que le explicara algo de matemáticas
para un examen.
Susana era, seguramente lo siga siendo, una chica preciosa,
encantadora, porrera, lo que
podríamos llamar una musa hippie, con
la que era imposible llevarse mal pero con la que también era (casi) imposible
llevarse bien, ya que simplemente estaba fuera del alcance de los normales
mortales del montón, como yo.
Sin dudarlo yo le dije que cuando quisiera y acabamos
quedando un día, casi seguro el día antes del examen, a última hora de la tarde
en la plaza del dos de mayo. Empezamos tomándonos unas cervecitas en el kiosco,
que ya era una hora decente y de alguna forma había que empezar y no nos íbamos
a meter a estudiar directamente. Las cervecitas dieron paso a unos porros, que
dieron paso a otras cervecitas y tras un par de vueltas por lo que los mayores
llamaban la espiral de la droga nos
fuimos a sentarnos a la churrigueresca puerta del museo municipal con el
objetivo de empezar a resolver sus dudas matemáticas.
En aquellos años tribunal era un sitio sumamente tranquilo
por el que solo pasaban unas pocas personas camino del metro, nada que ver con
lo que es ahora, por lo que aunque parezca increíble era un gran sitio para
estar concentrados: Susana resolviendo problemas matemáticos y yo intentando
explicárselos mientras continua enamorándome de ella, compartiendo unos litros y unos porros y haciendo
intervalos para cotillear con malicia de todos los compañeros del colegio
(perdón, instituto que ya éramos mayores). En algún momento, después de la hora
de cenar y cuando ya no podíamos leer los apuntes, decidimos que a) ya habíamos
resuelto todas las dudas b) ya habíamos criticado bastante a todo el mundo y c)
nos habíamos quedado sin cervezas y sin costo por lo que decidimos dar la
sesión por acabada y nos separamos.
Al día siguiente ella aprobó el examen por suerte o por que
lo había entendido y yo me quede con un recuerdo agradable de eso de dar clases
particulares.
Thomas que no había aprobado los exámenes, ante la amenaza de sus padres de ponerle un
profesor particular todo el verano, decidió que si yo había conseguido que
aprobara Susana (algo completamente falso) podía intentarlo con él o el
intentarlo conmigo ya que mejor dar clase tomando unas cervezas y fumando que
en un entorno más docente/decente.
No sé como pero convenció a sus padres de que esto era una
buena idea, de que podía funcionar y sus padres (bueno, su madre ya que su
padre no estaba muy convencido del tema al habernos visto a Thomas y a mi emborrachándonos habitualmente en El Urumea, el bar más cercano a su casa
en el que ambos tenían cuenta en la que solíamos apuntarle gran parte de
nuestras bebidas semanales) hablaron conmigo con la idea de acordar precios y
horarios. Yo les dije que estaba dispuesto a dar clase a Thomas, que los
horarios pues iríamos viendo según como fuéramos pero que me negaba a que me
pagaran ya que se trataba de hacer un favor a un amigo.
Estuvieron de acuerdo en todo. Obviamente su padre intento
hacer trampa en la parte económica y puesto que había dejado claro yo no iba a
dejar que me pagaran lo que hacía era intentar coincidir más con nosotros en El Urumea, lo que si bien podía parecer
un poco incómodo tenía la gran ventaja de que se hacía cargo con una elevada
frecuencia de nuestras cuentas pagando a ciegas (incluso totalmente ciego, que
precisamente abstemio no era).
El caso es que Thomas y yo nos juntamos unas cuantas tardes
en el sótano de su casa, sacábamos los libros y unas cervezas y nos poníamos a
la tarea. A la tarea que tocara, que no siempre era la de estudiar, a veces
simplemente estábamos charlando u oyendo música, a veces estábamos jugando a
las damas alcohólicas (con vasos de
chupito) y otras recibíamos amigos para colaborar en el vaciado de botellas y
el llenado de ceniceros. Al cabo de unas horas cerrábamos los libros y nos
bajábamos al bar a tomar algunos medios que siempre olvidábamos pagar,
dejándolos apuntados a la cuenta del padre de Thomas, que normalmente andaba
pasaba por allí para comprobar que progresábamos, o que por lo menos habíamos estado
estudiando (u lo que fuera).
El caso es que, puede que inexplicablemente o porque el
alcohol ayude a retener información, Thomas aprobó todas las que tenía que
aprobar ante la sorpresa de sus padres. Sus padres que no daban crédito a
tamaña hazaña, uno por que nos había visto bastante perjudicados de vez en
cuando y otra porque apenas si nos había visto estudiar, decidieron (además de
que yo debía de ser un genio de la docencia) que el acuerdo realizado era
irrelevante y que estaban obligados a pagarme más, especialmente la madre de
Thomas que aunque sospechaba de nuestro libre uso de la cuenta del bar no tenía
plena consciencia de la cantidad a la que podía ascender. Yo me negué en
redondo, asegurándoles que un trato era un trato y que Thomas era mi amigo y no
iba a cobrarles por juntarme con él a charlar, a beber y a estudiar un poco.
Puede que yo sea testarudo pero os aseguro que la madre de
Thomas lo era mas, asi que cada vez que iba a casa de Thomas teníamos un conato
de discusión y antes de salir siempre me veía obligado a vaciar los bolsillos
de mi chaqueta ya que siempre se habían llenado misteriosamente, pero sin
intervención maternal según la susodicha, de billetes.
Al final tuvimos que llegar a un acuerdo cuya versión
inicial consistía en que “vale, no me
pagarían” pero que me regalarían algo y que en su versión final quedo en “que me regalarían unos cuantos discos que yo
eligiera” y así fue como me hice con el pack de discos de Bowie que estaban
saldando en El Corte Ingles ya que
aunque tenía un precio muy adecuado estaba totalmente fuera de mis
posibilidades y era algo que podía enseñarles.
Todos quedamos satisfechos, yo con mi segundo alumno
aprobado (dos de dos), mi colección de discos de Bowie y mi par de cientos de medios de ron con limón, ellos con el misterioso e incomprensible aprobado de su hijo que les parecía
algo cercano a un milagro.
Si bien la historia de mis discos de Bowie acaba aquí y
podría terminar aquí con todos mis alumnos particulares aprobados supongo que
podría seguir y hablar de mi primer fracaso como profesor particular, que fue
con Jacobo, o incluso hablar de los siguientes y múltiples fracasos que tuve intentando
enseñar matemáticas a Jacobo. Fracasos que al final tuvimos que solventar de
una forma imaginativa y, podríamos decir, radical como fue la de directamente sustituirle
en el examen (algo que no fue tan fácil como puede parecer) pero que fue un
éxito completo. Pero divago, si eso, ya os lo cuento otro día.
PS: aunque es difícil elegir una canción favorita de Bowie,
la mía, casi seguro, seria Ashes to Ashes (por el video) o Rock and Roll Suicide (por eso principio de “Times takes a cigarette, puts it in your mouth…”) o Changes (por el piano y los
semi-corillos) o Absolute Beginners
(por la película y ese “ban-ba-da-ooo… I’ve nothing much to offer…”) o China
Girl (por qué no se puede ser mar hortera y más ochentero, sin ser The Cars) o … muchas por muchas y
variadas (o camaleónicas, que diría un critiquillo musical) razones.