jueves, 18 de agosto de 2016

Enseñando a pilotar (o no) y otras cosas

Este verano he pasado un par de veces por Piles, que a mí me gusta – como si fuera angloparlante – llamar hemorroides (ya que eso significa piles en inglés) y me hace mucha gracia pensar que seguramente aún hay algún estudiante de Waterville (Maine) que todavía recuerde algo estupefacto a aquel profesor que indudablemente no solo debía de tener serios problemas de hemorroides si no que estaba orgulloso de ellos, o bien debía pertenecer a un grupo de apoyo de orgullosos enfermos hemorroidales, ya que se presentaba a algunas clases con una camiseta que en letras grandes decía, para ellos, en su idioma: “Hemorroides” junto con un dibujo semi-fálico de la torre de Piles.

Sí, yo entiendo su estupefacción ya que tener hemorroides no parece la típica cosa de la que presumir, o hacer bandera – menos con un símbolo fálico que parece aportar una causa homosexual para tener las mismas – pero ellos que podían saber de nuestras bárbaras costumbres hispánicas, por mucho que un día, que el ya mentado profesor, se levantó con una resaca entre bastante digna y monstruosa se llevó a clase como sustitutos, para no tener que hablar y demostrar la magnitud de su resaca, a dos ilustres visitantes : Barcina y yo, con la intención principal de dormitar en el aula mientras los visitantes les explicaban cosas de España y sus impresiones de Maine, de los Estados Unidos en general, y con la intención adicional de no tener que pensar un tema para una de las redacciones obligatorias que debían hacer sus alumnos (“impresiones sobre los visitantes” es un tema tan bueno como “mi último verano”, o incluso mejor) como parte de su currículo académico, y que él debía corregir para nota y para cumplir con sus obligaciones docentes.

Obviamente en su estado de pereza resacosa, compartida, todo sea dicho, con la de los  visitantes, compartió parte del arduo trabajo de corrección de las redacciones con nosotros por lo que los tres pasamos unas horas realmente divertidas leyendo los mejores pasajes de cada redacción, si bien los sujetos de las redacciones nos quedamos verdaderamente sorprendidos – tan estupefactos como ellos con la camiseta del profesor – de las majaderas conclusiones que habían sacado tanto de nuestro aspecto como de nuestras palabras y opiniones lo que nos hizo pasar unos momentos de increíble incredulidad y casi nos llevó a replantearnos algún cambio estético, que no de opinión. Pero divago, ya, si eso, os lo cuento otro día.

Volviendo a Piles y a lo que quería contar: No recuerdo a que edad aprendí a montar en bicicleta (entendiendo por aprender a montar en bicicleta el momento en que mis padres le quitaron los ruedines a mi bicicleta y yo empecé a caerme y a destrozarme las rodillas, las piernas y los codos contra casi todas las superficies imaginables: asfalto, tierra, hormigón, grava, césped, matojos, agua e incluso hielo) y tampoco tengo muy claro cuando aprendí a montar en monopatín (en Sancheski que es como lo llamábamos entonces desconociendo que el nombre venia de la mezcla de los hermanos Sánchez con el Ski que es a lo que originariamente se dedicaban: a fabricar tablas de Ski) estoy convencido de que fue bastante tarde y casi seguro que fue después de los seis años, la edad que tiene ahora mi sobrina Alicia (el monopatín seguro porque no creo que llegara a España hasta mediados de los setenta y dudo que yo fuera un “early adpoter”, aunque quien sabe igual lo era que yo siempre he sido rarito, rarito a la par que un impulsor de tendencias)

Es verdad que ahora hay una tendencia – bastante incomprensible para mí – a que los niños aprendan todo lo relacionado con los deportes (y con otros conocimientos inútiles para un niño, como, digamos, la alta cocina o la moda) lo antes posible y no resulta raro ver a niños de escasa edad haciendo todo tipo de salvajadas con todo tipo de medios de locomoción por lo que entiendo que existe una cierta presión social en los niños (también en los padres) para que sus hijos aprendan a desplazarse en distintos aparatos cuanto antes. Puede que esto, la idea de proporcionar movilidad adicional a los pequeños retoños, tenga que ver con las ganas de los padres de perderles de vista o de que sean independientes (esto de la independencia lo dudo ya que luego tienen miedo de dejar que se alejen de ellos por su propio pie por si algún psicópata fuera a secuestrarlos o algo así, como si siguieran formando parte de una serie de televisión tipo Mentes Criminales) también puede que tenga que ver con esta ansia por que aprendan muy pronto el que quieran (los padres) que lleguen a ser campeones olímpicos, o mundiales o interestelares o quien sabe que, y que de esta forma tenga una profesión bien remunerada (aunque esto solo lo consigan muy pocos o casi ninguno) y no solo se forren ellos si no que con un poco de suerte les proporcionen un tranquilo retiro a sus progenitores que se volcaron en que aprendieran esa profesión (seguramente en un pasado re imaginado por ellos mismos, tras muchos esfuerzos por su parte, la de los progenitores se entiende); o igual tan solo es que gracias la accesibilidad del video es tan divertido ver como los pequeños retoños se estrellan de formas a cada cual más graciosa e inverosímil, y  incluso más divertido compartirlo con el mundo para avergonzar a su retoño y conservarlo para la posteridad. No sé, no sé porque estas prisas con estas cosas y tanta calma con otras cosas más importantes pero, divago otra vez.

El caso es que mi sobrina (Alicia, se entiende. Si, sé que tengo otras dos, casi tres, sobrinas y que debería especificar más, pero las otras, son otras historias, cada una la suya) este verano a sus seis años de edad quería aprender a montar tanto en bicicleta como en monopatín y me ha correspondido a mí el honor de encargarme (en parte, o en principio) de esta faceta de su educación vial.

¿Por qué me ha correspondido este honor os preguntareis? Podría decir que es porque se montar en los dos apartados elegidos por Alicia para destrozarse las rodillas y llenarse de heridas las partes blandas, con mala suerte incluso alguna dura, de su cuerpo; incluso podría pensar que se debe a mis anteriores éxitos enseñando a conducir a algunos de mis hermanos; aunque también podría ser por mi dilatada experiencia docente y mi proverbial paciencia (a la altura de mi hieratismo) o, más probablemente a que era la única persona disponible en las cercanías en ese momento. Parémonos a reflexionar un momento en las posibilidades.

¿Conocimiento del medio (locomotor, se entiende?

Totalmente cierto en cuanto a la bicicleta. Si bien no tengo recuerdos de mi de muy pequeño, digamos a los seis años de Alicia, montando en bicicleta (si recuerdo con, digamos, nostalgia, un tractor rojo de plástico con pedales que había en Játiva que debe corresponderse con esa edad) por lo que no tengo esa imagen verano azul con la que todos nos imaginamos de pequeños, pese a que, es verdad que mis primeros recuerdos de montar en bicicleta son de los veranos que pasamos en Camorritos (en la sierra de Madrid), especialmente de una cuesta que tenía una curva que la hacía prácticamente imposible de bajar sin acabar empotrado en el suelo y que subirla era para un niño de mi edad, nueve o diez años diría, como escalar, y coronar, la etapa reina de la vuelta ciclista, del giro o del tour (lo que sea más duro sea lo que sea, que mi cultura ciclista no llega a saber esto). Al final a base de subirla una y otra vez, no solo conseguí unos gemelos envidiables, sino que también conseguí dominarla, al bajar, pero como cantaba aquel “I got the scars to prove it”.

Unos pocos años después la bicicleta se convirtió en mi medio de transporte favorito – único, si excluimos el coche de San Fernando – y debería añadir que en un excelente medio de financiación para ciertas actividades que no es necesario detallar ahora, ya que mis padres nos daban a cada hermano un bono-bus semanal para que fuéramos y volviéramos a clase (10 viajes, once o doce si sabias aprovecharlo y hacías un poco de trampa) que como yo no gastaba pues acababa revendiendo a conocidos (emprendedor que siempre ha sido uno).

Fue mi medio de transporte hasta que (primero) un segundo atropello por un coche (ya había tenido uno pero no fue relevante), en la calle Princesa dejo mi bici muy tocada y me obligo a llevarla a rastras hasta casa (Nicasio Gallego) al parecer sangrando de una brecha en la cabeza (que todo sea dicho, yo no había notado) y con el dedo menique del pie derecho dolorido e hinchado, lo que no solo hizo que mi madre me echara una bronca monumental si no que se empeñara en llevarme al hospital para que me dieran puntos y certificaran, los médicos siempre molestando y de parte de los adultos, que efectivamente me había roto el dedo (algo que, según algunos miembros de mi familia, certificaba también que yo era un tarado, un animal, o más probablemente, incluso, un animal tarado, por haber ido andando hasta casa en lugar de irme yo solo al hospital – que ya tenía edad – y eso que les oculte que antes de ir a casa me tome un par de cañas con el conductor que me atropello ya que el pobre se sentía muy mal, incluso antes de que yo le dejara peor ante mi familia como autor de un hit and run, dando a entender que probablemente incluso estaba DUI, y porque en mi experiencia de accidentes – significativa – resulta básico tomarse unas cañas después de un accidente, a ser posible con todas la partes implicadas como si se tratara de un “tercer tiempo” de un partido de rugby).

Después de este accidente, un mes después o así – los que tardaron en arreglar mi bici, a la que hubo que volver a soldar el cuadro, y en curarse mi dedo meñique, ya que con la escayola era imposible no ya montar en bici si no casi andar – cuando, pedaleando enérgicamente para ir a la universidad, volcando mi peso sobre manillar y pedales como un autentico, o ficticio, profesional, para subir la rampa del garaje la bicicleta decidió partirse por la mitad (no la soldadura que había hecho para mí el viejecito que arreglaba bicicletas en la plaza de Olavide, que resistió, sí no dos de las barras del cuadro) y yo acabe con un precioso semi-tatuaje del manillar en el plexo solar (calculo yo que seria) con el detalle de las manetas e incluso de la sujeción de la bocina y de la cesta que llevaba y, lamentablemente con dos mitades de una bicicleta que ya no permitían arreglo alguno.

Como no estaba para pasarme al monociclo, opción ni planteable, y tenía bastante más interés en conseguir una guitarra eléctrica – acumulando mis regalos de cumpleaños, navidad, santo y varios – que en tener otra bicicleta pues deje de montar en bicicleta algo que redujo mi capacidad financiera (temporalmente, he de decir ya que siempre hay formas de conseguir dinero para un buen emprendedor. Mira si no a Bárcenas).

Con un currículo como este, que incluye un par de accidentes de relativa importancia, puede que no debiera ser considerado como una buena opción para enseñar a montar en bicicleta a nadie (menos a una sobrina de seis años) pero también hay que tener en cuenta que pese a todos mis años (pocos) y kilómetros urbanos (muchos) montando en bicicleta solo he tenido esa mínima fractura de meñique y menos de una decena de puntos en una ceja, lo que no es un mal promedio y creo que podría cualificarme ya que mucha gente se ha roto muchas más cosas haciendo mucho menos.

Más discutible pueden ser mis cualificaciones para enseñar a montar en skate ya que yo soy anterior al propio termino skate, siendo yo más de monopatín, o incluso directamente de Sancheski, que de lo que viene siendo skate como tal pero la verdad es que la tecnología y la practica básica no han cambiado mucho y estoy casi seguro que un piloto de autogiros está más cualificado que muchos de nosotros para pilotar un helicóptero (aunque yo no me subiría a ese helicóptero) o por lo menos para enseñar los principios básicos.

Supongo que yo empecé a montar en monopatín cuando tenía unos doce o trece años, lo supongo principalmente porque creo que antes no existía (o no era conocido, habitual, el juguete que todos los niños queríamos) y porque mis recuerdos son de estar en el colegio de la calle Guadiana y aprovechar para practicar, además del patio asfaltado del colegio (seguramente asfaltado para que no hiciéramos el salvaje, o más bien para que al hacerlo sufriéramos las consecuencias ya que aunque mi colegio era laico, creían firmemente en eso de que “En el pecado llevas la penitencia”) y sobre todo bajando las cuestas de El Viso (si, pijazo que era uno en aquellos días pre-pijos).

Monte pocos años y nunca me dio por hacer “trucos” así que poco tengo que enseñar sobre el uso acrobático del monopatín (o del skate), que seguramente es la parte que más mola, yo solo puedo enseñarle la parte de disfrutar de ir en la dirección correcta (incluso a velocidad excesiva), saber cambiar de dirección a voluntad, y saber frenar sin caerse y dejarse los dientes en la superficie, generalmente, dura en la que inevitablemente uno acaba estrellándose de vez en cuando, vamos, lo que vienen siendo los rudimentos básicos (suficientes para empezar).

Durante ese par de años la verdad es que monte mucho en monopatín, montaba mucho y a veces de una forma un poco bruta (tenía muchos menos años) por lo que tuve que aprender a arreglar el monopatín con repuestos no oficiales (que ya entonces eran carísimos y mi presupuesto era limitado y necesario para otras aficiones como las palmeras de chocolate o glaseadas. Estas últimas, solo de Garcés) desmontando ruedas, cambiando los cojinetes que traían (tuve dos monopatines: un Sancheski de plástico naranja y luego uno de madera con lija para sujetar mejor los pies en la tabla. Lo que en aquel momento era casi un monopatín profesional) por cojinetes especiales que compraba en una tienda de material industrial que había en Bárbara de Braganza y que prácticamente, comparativamente, eran regalados (a cambio, como si fuera Ikea, llevaba mucho más trabajo).

No deje de montar en monopatín porque me aburriera, porque dejara de gustarme, porque madurara o porque tuviera un accidente importante. Bueno, en cierta medida, si tenemos un concepto amplio de accidente, podríamos decir que si, que lo deje por un accidente. Me explico.

El caso es que un día estaba montando por la Castellana de camino a casa desde el colegio, ya casi llegando a Colon, cuando un grupito de chavalines (de mi edad o posiblemente un poco mayores, y en número de tres o cuatro) hicieron que me cayera a propósito con intención de robarme el monopatín. Bueno, este era su plan y más o menos se desarrollaba adecuadamente: yo me había caído del monopatín al cruzarse ellos en mi camino; mientras yo me levantaba uno de ellos cogió mi monopatín, sus colegas empezaron a juntarse a su alrededor y a decirme que me fuera, que ahora el monopatín era suyo. Entiendo que su plan iba como lo habían trazado en su  mente y que ya tan solo quedaba que yo me marchara de allí (a ser posible llorando para redondear la imagen de su plan) para que ellos se pusieran a jugar con mi monopatín, felices cual perdices. No era mal plan, lo reconozco: era sencillo y tenía la seguridad que dan los números pero, ya digo, a veces ocurren accidentes.

En este caso el accidente consistió en que a mí se me cruzaron los cables, arranque el monopatín de las manos del chavalín que lo tenía y le atice en toda la cara con el mismo en un gesto puramente accidental, tan accidental fue el gesto que le rompí la tabla de madera en plena cara (puede que incluso la cara, aunque nunca lo supe) lo que causo un cierto caos entre sus compañeros (o compinches) y un gran estupor en mí ya que acababa de quedarme sin monopatín que era precisamente lo que había querido evitar. Ya digo, un accidente, un accidente que me obligo a subir andando hasta Alonso Martínez (algo que de todas forma pensaba hacer ya que subir Génova patinado no era una opción, demasiada pendiente para un chaval tranquilo como yo) y que me dejo sin monopatín (además de con el pequeño problema de explicar a mis padres que había pasado con el monopatín, algo que fue tan fácil como contarles el plan original – pre accidente – de los chavalines, como este estaba pensado en sus cerebrillos).

Así que me quede sin monopatín antes de aprender a hacer trucos con él, lo que acabo con mi prometedora carrera de skater y dejo, de por vida, muy reducida mi capacidad para enseñar a mi sobrina el uso del skate.

Resumiendo que yo diría que cuento con el conocimiento del medio suficiente para que este sea el motivo de la elección como entrenador/docente de mi sobrina, en ambos medios, pero esto puede ser algo discutible por los accidentes. Así que no está claro que este sea el motivo, la motivación para que sea yo quien enseñe a mi sobrina.

¿Éxitos anteriores en educación vial?

A mí me enseñó a conducir mi padre (con ayuda de la inevitable y obligatoria autoescuela), me enseño tarde para los cánones de la época, que prácticamente exigían que tu primera actividad al cumplir los dieciocho años fuera la de sacarte el carnet de conducir, como si viviéramos en una urbanización de película americana y el coche, saber conducir, fuera algo absolutamente necesario para poder recorrer las llanuras de cereales que separan nuestros ranchos, o nuestras casas con jardín, de nuestro High School, o como si tuviéramos que ir a un mirador para tener nuestros primeros escarceos sexuales en la parte de atrás de un Trans-Am o de un Corvette, o como si todos contáramos con un garaje en el que arreglar un coche, montar una empresa tecnológica o ensayar con nuestro grupo de rock.

No sé, es posible que la mayoría de las personas de mi generación tuvieran este tipo de problemas y necesitaran aprender a conducir lo antes posible, pero nosotros vivíamos en el centro, íbamos al colegio en autobús, andando, en bicicleta, o en monopatín; teníamos nuestros primeros escarceos sexuales en las partes más oscuras de los bares, en los cines, en los parques, o en cualquier sitio en el que pudiéramos; y aunque teníamos una plaza de garaje en la que aparcar el coche entre el resto de coches de los vecinos, e incluso si alguien venía a verte y tenías que invadir la plaza de un vecino podías hacerlo temporalmente dejándole una cariñosa nota pidiendo perdón anticipadamente, pero de ponerse en el garaje a reparar uno o más coches, montar una empresa tecnológica o ensayar con tu grupo podías ir olvidándote. Así que ni yo, ni nadie de mi familia (salvo tal vez Columna, que no sé cuándo o como aprendió) teníamos especial interés por empezar a conducir y yo espere hasta tener veinte años para sacarme el carnet de conducir y solo lo hice porque Santo Domingo, donde Jaco tenia casa, quedaba lejos y aunque se podía ir en autobús y el viaje de ida, normalmente a altas horas de la noche era divertido ya que nos juntábamos lo mejor de varios mundos (si, había algún extraterrestre. Estoy convencido de ello) la vuelta a Madrid tras, o más habitualmente con, una nada desdeñable resaca era realmente insufrible para un simple ser humano.

Pese a sacarme el carnet de conducir tarde, fui prácticamente el primero de mis hermanos en sacármelo, con bastante diferencia (salvo tal vez Columna que ya no estaba en casa) algo que mi padre aprovecho para delegar en mi la tarea de enseñar al resto de mis hermanos a conducir o por lo menos a complementar lo aprendido en la autoescuela con las lecciones adicionales de los sábados por la tarde y los domingos por la mañana o por la tarde en el aparcamiento de Caminos. Estoy casi seguro que delego en mí, más que por mis demostradas habilidades para conducir por poderse quedar tranquilamente en casa durmiendo la película de las cuatro de la tarde o durmiendo cualquier otra cosa que pusieran en la televisión.

El caso es que, por los motivos que fueran, me tocó a mí la tarea de pasar las tardes de sábados y/o las mañanas y/oo tardes de los domingos domingos jugándome la vida en un Talbot Solara (tipo Stasrky y Hutch: rojo pero con la capota negra) en el aparcamiento de Caminos y por gran parte de la ciudad universitaria para que mi hermano y dos de mis hermanas aprendieran a conducir (con la ayuda de la autoescuela, obviamente. Lo mío tan solo eran unas clases de apoyo, no eran ni de recuperación, ya que aún no habían suspendido, ni mucho menos de perfeccionamiento, que de eso mejor no hablar).

En cualquier caso, con mi colaboración (seguramente no decisiva) mis dos hermanas aprobaron el carnet de conducir, incluido el examen práctico se entiende, por lo que teóricamente pueden conducir. De las dos, una lo hace regularmente, en el sentido de con frecuencia, no en de la forma de conducir que – como sé que me lee – clasificare de excelente; la otra creo que ha conducido un par de veces (como mucho) y que actualmente tiene el carnet como decoración y seguramente sin renovar.

Así que aunque puede que solo una de ellas conduzca en la actualidad pero las dos aprobaron el carnet, que entiendo no les regalaron como se lo regalaron a mi madre en Colombia – textualmente, en su caso – por lo que la única vez que se sentó detrás del volante de un coche, un Land-Rover, lo estrello contra el porche de la casa en un tiempo record, lo que viene siendo instantáneamente; pero  si eso,  ya hablaremos de ello otro día.

Mi hermano – mi primer alumno – no tiene carnet de conducir pero no porque yo no consiguiera enseñarle a conducir si no porque entonces vivía en estados unidos – donde sí consiguió sacarse el carnet – pero al volver pasó de convalidar su carnet americano por el español en el plazo legalmente estipulado y se quedó sin carnet.

Como Rafa fue mi primer alumno en esto de conducir es al que más recuerdo haberle ensañado cosas básicas como como sentarse (sin mucho acierto como puede verse por su excesivamente atenta, casi forzada, postura. Aunque en su descargo diré que igual no era por conducir y era solo eso que le pasa, que cuando  huele una cámara tiene que ponerse a posar, o a lo que el piensa que es posar); donde y cuando mirar o como usar los espejos retrovisores.



Esto último, lo de los espejos, nos costó un poco más de lo normal y fue algo que provoco su primer accidente al pedirle yo que diera marcha atrás (sabiendo que había un árbol detrás, en su inevitable trayectoria), y él me hizo caso como un obediente padawan, o un marine americano destinado en Guantánamo, pero, a la española, es decir sin mirar por los espejos hasta que empotro el coche contra el árbol. “No, la fuerza no es intensa en él”, que diría alguno. Fue entonces, solo entonces, al oír ese sonido característico- casi como el de un AK-47, que diría otro– cuando se dio cuenta de que allí, y antes que el coche, estaba el árbol, de que debía haber mirado por el espejo retrovisor al menos una vez para ver si el árbol pensaba o no moverse (algo cuando menos dudoso, salvo para los mayores fanáticos de Tolkien o de Shakespeare), y de que se había estrellado por primera vez (y esperemos que por última vez). Tengo mis dudas de si también fue en ese preciso momento cuando se dio cuenta de mi tranquilidad – cuasi zen – de mi sangre fría e infinita paciencia – comparable solo a mi hieratismo – o si más bien se dio cuenta de lo #*$&Z%$ que era su hermano pequeño, o si bien esto último ya lo sabía de antes y tampoco le sorprendió (o no le sorprendió tanto como que el árbol siguiera allí, cual dinosaurio en un micro relato).

Además Rafa tenia necesidades especiales (no, cabroncetes, no lo sigo en ese sentido) si no que como él no iba a ir a la autoescuela si no que iba a sacarse el carnet en estados unidos, donde se puede conducir acompañado sin carnet para practicar, necesitaba aprender a moverse no solo por el aparcamiento y las proximidades si no que debía salir a la calle. Obviamente esto era un tema espinoso al que estaba reticente ya que – normal – le parecía una salvajada que con unas leccioncillas mías pudiera meterse entre otros coches, parar en los semáforos y en fin lo que viene siendo conducir y siempre que se lo proponía decía “dentro de un rato, el próximo día”.

Al final un día sin darle importancia, aprovechando su intensa concentración mientras conducía, le dije que en lugar de seguir recto de una zona del aparcamiento a la otra, girara a la izquierda, y sin el darse cuenta salimos a la calle que hay enfrente de Caminos. Como no había tráfico e iba totalmente concentrado (en solo él sabe que, porque en lo de la conducción parece que no del todo) seguimos hasta la rotonda de la avenida de la complutense donde al tener que parar en el semáforo, con otros coches, empezó a darse cuenta de que algo no iba del todo bien, que habíamos salido del aparcamiento. Le dije que sí, que nos habíamos despistado pero que no pasaba nada, que hiciera tranquilamente la media rotonda a la izquierda y que volvíamos al aparcamiento. Pero claro, como conductor novato, él no sabía que desde allí solo se podía enfilar la avenida de la complutense (quien lo hubiera supuesto) por lo que había de rodear todos los campos de deportes que hay allí, el paraninfo creo que es el nombre técnico, por una vía con sus buenos dos o tres carriles y con cierto tráfico por lo que se puso a la derecha y al final de la avenida de la complutense cogió lo que le parecía era una desviación pequeña donde estaba convencido que podríamos parar y  cambiar de conductor que el ya no podía más, que había tenido suficiente. Sin problema por mi parte, me parecía bien que cogiera ese desvío y en cuanto pudiera, parábamos y cambiábamos, eso le dije y se tranquilizó.

Ya digo: a mí me parecía muy bien lo que proponía, pero por razones distintas a las suyas: puede que fuera por hacerle compartir uno de mis lemas, ese de “Nunca entres en un sitio del que no sepas como salir”, que obviamente no era uno de sus lemas, ya que no sabía dónde se metía: el camino que el proponía tomar nos llevaba directamente y sin posibilidad de parar a la carretera de la Dehesa de la Villa y desde allí al túnel de Sinesio Delgado sin solución de continuidad (por decir algo técnico); o puede que solamente fuera por que se le quitara un poco el miedo al tráfico; quien sabe las razones de las cosas.

El caso es que me parecía estupenda su elección, mucho mejor que dar la vuelta al paraninfo y volver a Caminos. Más educativa, digamos y además la había propuesto él y era mi hermano mayor (siempre hay que tener un poco de respeto a la edad, o a las canas aunque aún no fuera el caso).

Cuando empezó a darse cuenta de en qué se había metido creo que se pensó muy seriamente parar en mitad de donde estaba sin importarle ya nada, o como plan alternativo, o complementario, asesinar a su hermano, imagino que sintiendo que tenía mayor justificación moral que la del Caín original.

 El caso es que al final no hizo ninguna de las dos cosas si no que siguió conduciendo con cuidado y lo hizo bastante bien, lo suficientemente bien como para incluir este paseo en nuestro itinerario habitual e incluso llegar más lejos (no diré hasta donde porque no estoy seguro de que sea un delito que haya caducado) entre el tráfico en los siguientes días.

Yo diría que Rafa aprendió a conducir, incluso diría más (como Hernández o Fernández) que conseguí enseñarle a conducir. Así que lo mires como lo mires: tres de tres que no está mal y es algo que que diría que me cualifica como profesor de circulación.

Vale, si lo miras de otra forma igual no estoy cualificado ya que ahora solo conduce uno de mis tres alumnos y para empeorar las cosas he de reconocer que la vez que más cerca he estado de morir en accidente de tráfico (como contexto diré que esto lo dice alguien que ha tenido tres siniestros totales) fue precisamente con Rafa al volante.

Fue en una incorporación a una autopista en Long Island, en la que entramos tan rápido y metiéndonos directamente en el carril del medio que el conductor del coche que casi nos aplasta (por meternos prácticamente a ciegas en su carril) se bajó del coche con intención de darle una paliza a Rafa, podríamos decir (si no odiáramos la violencia) que con toda la razón del mundo ya que casi lo mata,  por lo que había hecho pero en cuanto se dio cuenta de que acababa (él y nosotros) de salvar la vida milagrosamente y que además Rafa estaba de acuerdo, se quedó bloqueado, se calló, volvió a su coche y se marchó prácticamente sin una sola palabra pero seguramente murmurando plegarias al dios o dioses que acabaran de salvar su vida (dudo que rezara por nosotros, pero nunca se sabe). Nosotros por nuestra parte, nos fumamos un pitillo en el arcén y puede que incluso cambiáramos de conductor, aunque no lo creo.

Vistas así las cosas, pues puede que realmente tampoco esté capacitado y que este tampoco sea el motivo, la motivación, para que sea yo quien enseñe a mi sobrina.

¿Experiencia docente?

Bueno, mi experiencia docente es un hecho objetivo, que si la midiéramos en horas de clase, como profesor, seria escandalosamente elevada ya que ha habido años en los que daba más de cuatro horas de clase, cinco días a la semana, y eso sin considerar las conferencias o clases magistrales que he dado para entidades de razonable prestigio, que no han sido pocas.

Es verdad que en la mayoría de los cursos que he dado la gente venía parcialmente obligada ya que eran cursos para parados (si, como los de los escándalos de corrupción andaluces; de esos mismos; pero con otros organismos y dando los cursos, que es más difícil, o por lo menos mas cansado) o de reinserción para presidiarios y que no les hacíamos evaluaciones ya que el único baremo que había para conseguir el título final del curso era el haber acudido con suficiente asiduidad a clase, aunque uno no se hubiera enterado de nada.

Por supuesto que parece más honrado medir la experiencia docente, más que por las horas, por la capacidad para transmitir lo que se quiere enseñar ya que en esto de la experiencia pasa como con muchas cosas, como por ejemplo con la suerte que uno puede tener mucha suerte, pero si toda es mala pues casi mejor tener poca ¿no?

En cualquier caso mi vanidad, posiblemente otra de esas cualidades de mi personalidad que supera a mi hieratismo, y el hecho de haberme encontrado después, en el ámbito profesional (lo que ya es una pequeña señal. Por lo menos no cambiaron de ámbito profesional), con antiguos alumnos míos me hace pensar que mal, mal no debí hacerlo y lo digo sin necesidad de recurrir a las, más que probables, mentiras que los muy bellacos (y bellacas) me han dicho sobre que aprendieron mucho y que yo era uno de sus profesores favoritos. Lo que me hace sentirme cualificado.

Sin embargo el único curso en el que yo tuve que evaluar a mis alumnos, lo que habían aprendido de lo que yo había intentado enseñarles, arrojo unos resultados sumamente decepcionantes. Tan decepcionantes que por las presiones de la dirección del curso, del organismo dentro del que se impartía, tuve que repetir el examen que les había puesto (que era fácil y de mínimos) ya que de unos treinta alumnos ni siendo, no ya generoso si no magnánimo, solo un par de ellos parecían haber aprendido lo suficiente para acercarse al aprobado. Vamos, que ninguno había aprendido nada de lo que les había enseñado, teniendo el listón bajo, muy bajo. Solo cuando como si fueran las cinco de la mañana en un bar y te ves obligado no ya a bajar el listón, si no a tirarlo y ya lo buscaras otro día, y les repetí el examen conseguí un nivel de aprobados que la dirección del curso considero como aceptable. Lo que yo diría que no indica una buena experiencia docente.

Vistas así las cosas, pues puede que realmente tampoco esté capacitado y que este tampoco sea el motivo, la motivación para que sea yo quien enseñe a mi sobrina.

Así puestas las cosas parece evidente que el único motivo indiscutible para honrarme con la tarea de enseñar a montar a mi sobrina en diferentes medios de transporte se debe, casi seguro, a que era la única persona disponible en las cercanías en ese momento.

Que todo sea dicho a mí me parece una razón tan buena como cualquier otra pero que puede explicar porque de momento no he conseguido que deje de mirar a su cámara cenital y comprobar lo elegante y guapa que está aprendiendo a montar y empiece a  intentar aprender a montar. Eso o igual es simplemente que todavía es un poco pequeña para aprender estas cosas por mucha presión social que exista.

Estoy seguro de que en algún momento, cuando de verdad le apetezca y no cuando crea que tiene que hacerlo, querrá aprender y espero ser la única persona disponible en las cercanías para intentar enseñarle y si no lo consigo pues ya está explicado porque probablemente será más culpa mía que suya.

Y si no le apetece de verdad pues no aprenderá (a todos nos quedan muchas cosas por aprender). Montar en bicicleta, en monopatín, en Skate o en Longboard realmente no tiene ninguna importancia, salvo la que ella quiera darle, y hay miles de cosas, para mi mucho más importantes, en las que supera a sus coetáneos o contemporáneos o lo que sean los niños de seis años (además de en la altura, que tampoco es importante).


sábado, 6 de agosto de 2016

Comentario de textos Julio 2016

Todo presagia que hoy será un día extraño.

Por una parte la propia fecha que, al igual que para casi la totalidad de los japoneses, aunque por motivos diferentes, representa en cierta medida mi Hiroshima personal y siempre me crea cierto desasosiego, acompañado de una casi ineludible tendencia a emborracharme hasta perder la conciencia, de brindar cientos de veces con un “Contra Mundum” compartido, que me veo obligado a evitar ya que siempre he mantenido la teoría de que uno solo debe beber cuando esta alegre y nunca cuando tiene problemas o se encuentra bajo de moral: uno solo debe beber porque le apetece pasárselo bien, no cuando quiere encontrarse mejor, que sería aplicable a cuando uno lo esa pasando mal y en esos casos, a menos que sea inevitable, creo que no es la mejor opción (aunque, obviamente, tampoco es la peor). A una parte de mi le gustaría escribir, en plan terapia, sobre mi Hiroshima personal (tal vez sería más apropiado decir mi Nagasaki ya que aunque los hechos coincidieron con un aniversario de Hiroshima yo no supe desde ellos hasta el aniversario de Nagasaki), pero otra parte, mayoritaria de momento, sabe que aún no estoy preparado – puede que nunca llegue a estarlo –, sabe que no sabría ni cómo ni por dónde empezar a contar esa historia y me basta con hacer esta pequeña pausa para decirme a mí mismo, puede que incluso a algún otro lector que sepa lo que significa la fecha, que hoy es un día triste, que siempre lo será, y que el tiempo ni borra el recuerdo de la perdida ni atenúa el dolor de la misma.

Por otra parte es uno de esos días en los que me he levantado consciente de que empieza un fin de semana y de que no tengo nada que leer (ayer, con dificultad, he de reconocer, me acabe el último libro que tenía), que mis libreros de la calle mayor, los de la Librería Méndez, se han marchado de vacaciones (merecidas, sin lugar a dudas) y que mi librería de referencia, la Librería Fuenfría de Cercedilla, no solo sigue a la misma distancia que otros días si no que de momento no se ha perfeccionado ningún medio de transporte que pueda llevarte cómodamente (y traerte de vuelta) en un sábado caluroso de verano para hacer el acopio necesario. Así que posiblemente, si no hoy, mañana, me vea obligado a cometer una nueva traición, que sumar a otras ya cometidas.

Además, aquí estoy a primeros de mes, intentando cumplir con mi “compromiso” de comentar textos muchos de los cuales he leído en los días que he pasado en Piles (sí, me he vuelto a ir unos días aprovechando que no solo no tenemos gobierno si no que parece que, aunque no tenga nada que ver, apenas si hay trabajo en la licitación pública) y que por compartir con los futuros visitantes he dejado allí lo que hace que para estos comentarios solo cuente con las notas que tomo, con una caligrafía minúscula, en un cuadernillo que me regalo mi hermana Maite tras su visita laboral a Maceratta (bueno, laboral, laboral… no estoy seguro ya que si no recuerdo mal sus obligaciones laborales eran de un máximo de cinco horas… … ¡semanales!... lo que salvo para las estadísticas gubernamentales no puede considerarse un puesto de trabajo propiamente dicho) por lo que en gran medida dependo de mi memoria, algo que no parece una gran idea pero ¿Quién dijo miedo?.

He de reconocer que hay cosas que me inquietan mucho, que incluso me conturban, cosas a las que mi mente enferma les da una importancia que no tienen para nadie más (puede que incluso realmente no tengan ninguna importancia) pero no puedo evitarlo por lo que me veo obligado a comentar la inquietud que, tras su lectura, me provoca la elección de la palabra ataúd como parte del título de El ataúd de la novia ya que como indica una nota de la autora al final del libro (además de otras referencias a lo largo del libro) no se trata de un ataúd, sí no de un cofre, de “El cofre de la novia” que es el mueble en el que la novia debía guardar su ajuar. No digo que no entienda porque han cambiado cofre por ataúd en el titulo – es algo que resulta evidente – si no que me inquieta, me inquieta precisamente porque lo entiendo y no me parece que el vender unos cuantos ejemplares más, sobre la base de un malentendido, sea algo aceptable o perdonable. Incluso me inquieta más el cambio en el titulo ya que creo que sin ser una gran novela es lo suficientemente buena como para no requerir de estas artimañas publicitarias y menos por una editorial “seria” como Siruela.

La novela (los personajes de) investiga el asesinato de una niña, veinticinco años después de que ocurriera ya que parece que incluso las investigaciones por asesinato tienen plazo de prescripción lo que le permite hablar sobre esa manía de muchos padres de trasmitir sus obsesiones a sus hijos, forzándoles a intentar cumplir los sueños que ellos no consiguieron: “Porque perdonar a alguien que no cree haber hecho nada malo es una forma de dominación. Los niños deben de crecer a la luz de los adultos, no morir a su sombra.”; o también de cosas mucho más sencillas, cosas que ahora no pueden hacerse al parecer para no traumatizar a los niños pero que la simple observación de la realidad desmiente: “Eso no te lo crees ni tú , Roger. Que los que mienten desvían la mirada cuando hablan y todas esas chorradas. Es como pretender que en el deporte infantil no haya perdedores ni ganadores”; o incluso alguna más amplia

Así como la trampa en el titulo anterior me parece totalmente innecesaria y me enfada he de reconocer que la practica americana de poner en las ediciones de bolsillo el título del siguiente libro del autor siempre me ha parecido muy acertada (claro que requiere a) que la edición de bolsillo salga en un tiempo razonable y b) que el autor tenga el titulo ya listo para cuando sale la edición). Es una práctica que me gusta bastante, sobre todo en los autores que me gusta leer en ingles ya que no he de esperar a la traducción y de forma general acabo comprándome el libro en ingles por internet (lo que técnicamente no es una traición a mis librerías ya que ellas no tienen versión original) como en el caso de A time of Torment, otro Connolly de Charlie Parker.

Si el anterior Charlie Parker me había gustado especialmente, sobretodo porque el mal (o los malos) era más terrenal (unos nazis) en este el mal vuelve a ser una fuerza casi mística de esas de verdadera fantasía (aunque obviamente apoyada en personas  concretas: unos seguidores de un culto vikingo en un condado remoto de West Virginia – que es verdad que es una zona bastante asturiana, como todo tipo de mineros-dinamiteros locos –. Vikingos que, según el propio Connolly, llegaron hasta Córdoba en sus excursiones entre el mar Negro y el mar Caspio pero que yo no acabo de creerme ni siquiera en una obra de ficción).  Con todo a mí me ha gustado pero yo soy bastante fan de Connolly.

Resulta curioso que en un momento dado en esta novela también se trate el tema del lenguaje no verbal y su relación con mentir (aunque con más acierto que en la anterior): “All that stuff about people looking to the right when constructing untruths – or it might be the left; Parker could never remember, not that it mattered anyway – was so much mumbo jumbo: smoke from the pseudoscience of neurolinguistics programming. It was the pauses, or absence of them, that gave a liar away: either taking too much time to think, or not enough time at all”.

En cualquier caso siempre deja perlas que hacen que la lectura no solo sea entretenida si no algo más como esta sobre el propio-centrismo: “Every individual spends a lifetime trying to disprove Copernicus by placing him- or herself at the heart of existence, but a small core of diehards manages to turn it into an art”

Otro de mis escritores favoritos es Harris (por supuesto el otro Harris, no el conocido de todo el mundo por “El silencio de los corderos”, que uno es un intelectual y además de solo releer pues prefiere las caras B). Creo que de Harris me han gustado todas sus novelas y sí, creo que las he leído todas. Para mí, creo que para casi toda mi generación, la historia de Roma es conocida sobre todo por Yo, Claudio (y no, ahora no hablo de la novela de Graves – al que por supuesto he leído, perdón releído – si no de la serie televisiva, que uno es un intelectual –pero también veía la televisión de pequeño y de no tan pequeño; seguramente me ponga a ello cuando acabe estos comentarios) y sin embargo he de reconocer que la trilogía sobre Cicerón que acaba con Dictator me ha fascinado (aunque le sigo teniendo más cariño a Pompeii, que fue la primera que lei sobre Roma de Harris y que además va sobre un ingeniero hidráulico) y no solo la recomendaría (si recomendara libros) si no que tengo que acordarme de regalársela a mi amigo Anselmo C. Soto (pongo el nombre completo por si se busca en internet y lee esto me lo recuerde si se me olvida) al que, según una reciente conversación, parece encantarle la historia de Roma, mira tú por dónde.

La verdad es que me gustaría conocer su opinión – o la de cualquiera que sea algo de historia (yo de historia no sé nada y leo estos libros como ficción) – para ver si me puede aclarar si algunos conceptos que ahora se consideran “novedades-de-la-nueva-politica” realmente existían en aquella época ya que por ejemplo ya parecían existir los escraches aunque entonces se llamaban flagitatio ya que en palabras del ficticio Cicerón “… cuando el pueblo podía expresarse con libertad, la flagitatio era un derecho de los ciudadanos que deseaban quejarse pero eran demasiado pobres para acudir a los tribunales. Les permitía manifestarse ante la casa de aquel a quien consideraban responsable de su desgracia.”; o también el concepto de renta universal (si bien limitado a los ciudadanos de roma, aunque incluso yo que no sé nada de historia, se que no todos eran ciudadanos) ya que el ficticio Cicerón se vio obligado a revocar “… el privilegio según el cual todos los ciudadanos romanos tienen derecho al equivalente de al menos una barra de pan gratuita al día.”

El libro no trata solo de Cicerón si no que, obviamente, también trata de Cesar, Pompeyo y el resto de la tropa como Bruto, Casio, et alli. Para alegría, o tristeza, de mi alma ingenieril incluso menciona a Marco Mamurra, ingeniero hidráulico de campaña de Cesar, aunque adjudica sus méritos de ingeniería al propio Cesar: “Cesar poseía una gran habilidad para construir presas  en torno a los manantiales  y desviar las aguas (así esa como había llevado a buen término multitud de asedios en la Galia e Hispania, y como pensaba actuar contra nosotros. Tomo el control de los ríos y los arroyos que nacían en las montañas y sus ingenieros los detuvieron” estableciendo el hecho obvio de que el agua es un arma de guerra y el menos obvio (aunque perfectamente relatado en un libro que me regalo Rafa del que no recuerdo el título, ni el autor, ni tengo localizado; digo por si quieres volver a regalármelo) de que el nivel dictatorial de un pueblo o civilización es directamente proporcional a la magnitud de sus obra hidráulicas.

Además de la parte histórica esta la parte más cotidiana de la relaciones entre los personajes y como si bien Cicerón se siente halagado porque Cesar le haga una visita sorpresa en su villa, hasta que le avisan de que Cesar, siendo Cesar, no viene solo si no que le acompañan unos dos mil hombres (solo su guardia personal, es decir prácticamente, técnicamente, solo) a los que como buen anfitrión deberá de dar de comer como parte de la visita (algo que obviamente causa algunos problemas logísticos y que me recuerdo mucho un libro – creo que de Steinbeck – en el que se contaban parte de las aventuras del Rey Arturo desde el punto de vista del intendente del Rey y de cómo los torneos y otros eventos que organizaba el Rey para darse prestigio llevaban al reino prácticamente a la ruina).

Neil Gaiman es un tipo famoso (esto es indudable aunque no hayáis oído hablar de él); es famoso por ser uno de los guionistas de comics (tebeos) más conocidos y reconocidos, aunque también es conocido (sin llegar a ser famoso) por ser escritor. Uno (yo, por ejemplo) pensaría que es lo suficientemente conocido/famoso como para escribir lo que le apetece y que una recopilación de cuentos como Material Sensible sería una recopilación de cuentos (que lo es) que él ha elegido escribir. En este sentido resulta curioso encontrarse con una recopilación de cuentos escritos por distintos motivos, distintos de la propia voluntad y en su mayoría por encargo, para celebrar cosas como el aniversario de Ray Dradbury, de Conan Doyle o de David Bowie, e incluso una colección de cuentos para un calendario (uno para cada mes). La verdad es que no consigo decidir si es que Gaiman necesita mucho el dinero y se apunta a cualquier cosa que le ofrecen y que le pueda reportar unos durillos, o si por el contrario se trata de alguien de muy buen carácter y que participa en casi cualquier causa que le ofrezcan con un cuento o un poema (si, también hay un par de poemas por lo que el propio Gaiman advierte – casi pide perdón – al lector en el prólogo). Ni idea, no sabría decir, aunque me pregunto como seria un recopilatorio de cuentos de Rafa.

Como en todos los recopilatorios de cuentos los hay mejores y peores (desde buenos hasta malejos) pero curiosamente el cuento de octubre (el mes de mi cumpleaños, por si queréis ir pensando un regalo) es el que me ha gustado pese a ser una historia verdaderamente sencilla de una chica que encuentra un genio en una lámpara y no pide ningún deseo. Una hippiez absoluta, sin duda, pero igual por eso me ha gustado… el que tuvo, retuvo que dicen.


Nunca falta nadie parecía una novela con posibilidades en la que una chica deja su matrimonio y se marcha, así, sin avisar, a Nueva Zelanda, por aquello de cambiar de vida y reinventarse. La solapilla incluso se atreve a afirmar “tan divertida como una película de los hermanos Coen”. Solo diré una cosa: es verdad que los hermanos Coen ya no son lo que eran (ni siquiera la nostalgia es lo que era) y también es verdad que, como todo el mundo al cabo de un tiempo, tienen alguna película que no esa a la altura de su nombre pero esto es tomar el nombre de los hermanos Coen en vano. Diré una cosa más, por aquello de ser justo: no he conseguido acabármela, así que puede que las ultimas paginas sean incluso más divertidas que una película de los Coen pero las cuatro quintas partes primeras (para los de ciencias: el 80%; para los de letras: casi todo) son un truño y no he sonreído, por no hablar de reír, ni una sola vez.

Esta vez en mi visita a la librería Méndez he interactuado un poco más de lo habitual con el mayor de los hermanos (vale, sigo sin tener pruebas de que sean hermanos o de cuál es el mayor) y no se bien como acabamos hablando de las nuevas editoriales. Entre las que tenían allí estaba Periférica, editorial de la que, para escándalo del librero, no había comprado nunca nada. Así que por aquello de darle una oportunidad a la editorial le pedí que me recomendara algo y me recomendó La librería ambulante, que le parecía un libro excelente (además de otro que queda para el mes siguiente). Se trata de un buen libro, excelente puede que sea excesivo aunque en este caso el punto de vista es muy importante ya que como habréis adivinado por el título un librero vera más cosas, o las verá con más cariño, que un no librero. Un no librero vera una historia sencilla de una mujer (una hermana explotada) que cambia su vida en un momento dado y se va a intentar vender libros por la americana rural, vera un cuento majo; un librero seguramente vea un alegato fantástico a su propio trabajo repartiendo cultura a los más necesitados. Ambas visiones son correctas, pero yo no soy librero así que diré que es un buen cuento.

Otra de las editoriales nuevas es Libros del Asteroide, que yo había descubierto el mes pasado, y de la que mi librero me recomendó Canciones de amor a quemarropa, que pese al pésimo título (justificado, en parte, por ser el título del disco que hace que uno de los amigos de los que se cuenta la historia se haga famoso) se deja leer e incluso está bastante bien. Curiosamente, según la contraportada es la historia de cuatro amigos que viven en la americana rural; curiosamente digo porque realmente hay cinco personajes ya que también está una amiga de los cuatro (viven en un pueblo pequeño así que todos son amigos) que igual no aparece en la contraportada porque es la mujer de uno de ellos y, ya se sabe: las mujeres casadas no tienen identidad  aunque si tenga voz (capítulos propios en la novela).

También resulta curioso que de los cuatro amigos, tres alcanzan, en mayor o menor medida, en un momento u otro, la fama y el prestigio, de una u otra forma: uno es una estrella de los rodeos de joven; otro es un yuppie que se ha forrado con la bolsa; el tercero es el músico que se hace famoso. ¿Qué pasa con el cuarto? Efectivamente, el cuarto es el que está casado con la chica y su logro en la vida es precisamente este: el tener una vida familiar excelente.

Con todo, y con esto me refiero básicamente a esa apología solapada de la felicidad conyugal e incluso rural, el libro se deja leer y deja alguna frase antológica como cuando la chica va a marcharse de casa y habla con su madre, que en sus propias palabras: “me sentía como en una entrevista de trabajo, como si mi madre estuviera entrevistándome para un puesto recién creado, el de hija adulta”; o está sobre la tranquilidad, seguridad que da oir la voz de un amigo en un mal momento: “la voz de Henry – la voz de un viejo amigo – como esa pared que encuentras para poder orientarte en una habitación oscura y desconocida. El mundo sigue allí afuera. Real como un poste.”

La única pega que le pondría a La chica de california y otros cuentos, es que creo que cuento es una palabra excesiva, ya que más que cuentos son semblanzas, pequeñas columnas casi de cotilleo (real o ficticio) escritas por un periodista como reflejo de una época y de una sociedad. La época pues la de los años veinte y/o treinta, esa época en la que parece que todo el mundo (o todo el mundo que podía) se dedicaba básicamente a beber y al adulterio, algo que tampoco la hace única ya que parece que lo mismo sucedia en los cincuenta (americanos, sesenta españoles), o incluso en los sesenta y setenta. Vamos, prácticamente siempre hasta que nace el culto por la salud, que acaba eso de beber a todas horas y casi por cualquier motivo, o sin motivo (por no hablar de fumar) y hasta que el SIDA y un cierto cambio en las costumbres sociales – la no obligación del matrimonio – disminuyen aparentemente las prácticas adulteras o la institucionalización de las mismas.

Con todo es un libro entretenido y que ha resuelto una duda que llevaba años teniendo: ¿si prepandrial es un término (no muy utilizado, aunque para algunos una institución durante algunos años) para el aperitivo, para unos cocteles, antes de la cena, existiría el término postpandrial, y de ser así que significaría exactamente?. Duda resuelta, por uno de los protagonistas que: “comió en silencio y después de cenar echo mano a la botella de ginebra, según su costumbre pospandrial”.

Pues así, escribiendo se ha pasado la mañana de este día extraño y ahora me tomare una cerveza, mientras preparo la comida, brindando en soledad y “Contra mundum”.


El ataúd de la novia – Unni Lindell
A time of torment – John Connolly
Dictator – Richard Harris
Material sensible – Neil Gaiman
Nunca falta nadie – Catherine Lacey
La librería ambulante – Christopher Morley
Canciones de amor a quemarropa – Nickolas Butler

La chica de california y otros relatos – John O’Hara